La excepción y la regla (Mauro Cabral)

Doctor en historia, doctorando en filosofía y activista intersex, Mauro Cabral nació mujer y, tras ocho años de tormentos quirúrgicos, vive como hombre. Lejos del freak al que intentó asimilarlo el cinismo televisivo, crítico también de las posiciones del movimiento feminista y queer, Cabral rechaza toda estrategia de normalización, se interroga sobre el precio a pagar para ser hombre o mujer y pone el dedo en la llaga de una cultura que sólo reconoce a las personas como humanos y humanas a partir de determinados estereotipos corporales.

Por María Moreno (Página 12)
Con su colorida kipá sefaradí, su chalequito de raso negro y esos quevedos de aro fino evoca a un erudito de Fez, tal vez amigo de Paul Bowles y Mrabet, que se pasea entre arcadas por un patio ajedrezado con un grueso libro en la mano, deteniéndose mucho en cada página, como si en lugar de leer estuviera descifrando. Pero Mauro Cabral descifra otro tipo de escrituras: las que la ciencia impone a golpes de escalpelo en los cuerpos no alineados, las narraciones canónicas acerca de los sexos (donde no entran más que dos), los silencios del feminismo y el movimiento queer, sus cortocircuitos. Doctor en historia por la Universidad de Córdoba, doctorando en filosofía y militante intersex, Cabral no pudo evitar ser tratado como un caso durante el programa Informe Central de Rolando Graña, cuando se discutía lo que en enero de 2004 se definió como “una operación de cambio de sexo” y él designa como una operación “que modificó la apariencia masculina de los genitales de una mujer trans transformándola en femenina”. Por eso hoy prefiere contarse a sí mismo en sus propios términos, en lugar de arriesgarse a ser leído en clave de ¿cuál es su sexo verdadero?
–Fui asignado al sexo femenino al nacer, y vivo en la actualidad en el masculino, como alguien que se identifica como un hombre trans. Un hombre trans que, además, es intersex. En mi adolescencia se descubrió que mi cuerpo femenino era “diferente”, estaba “incompleto”, y que esa diferencia y esa incompletud “amenazaban” mi identidad de género, así como mi vida sexual (ambas cosas, identidad y sexualidad, concebidas desde el criterio del equipo médico que me atendía, no desde el mío ni en el de mis compañeros sexuales). A una serie de procedimientos exploratorios sumamente invasivos le siguió una cirugía reconstructiva; a ésta otra más, y luego seis años de “tratamientos” cruentos... e inútiles. Ocho años después, mi cuerpo sigue siendo el mismo, salvo por las cicatrices externas e internas, las franjas de insensibilidad, el dolor crónico en el colon que me acompaña desde los 16 años y una sensación, que va y viene, de objetivación e invasión. Sigo siendo un hombre trans, por supuesto, pero uno que vive con la memoria constante de una violación que duró ocho años. Por eso, cuando terminé la licenciatura en historia, decidí investigar los supuestos ético-políticos que orientan la aplicación de protocolos de atención como ésos a los que yo mismo fui sometido. También decidí integrar espacios de activismo intersex, desde donde actuar políticamente en pos de un cambio de paradigma sociomédico en torno de la intersexualidad.
No pudiste hablar en esos términos en el programa de Graña.
–Fui invitado a participar de Informe Central apenas la intervención realizada en un hospital de La Plata tomó estado público. Pero no fui invitado para hablar de cuestiones trans sino de temáticas intersex. Y esto tiene una explicación. El equipo médico interviniente en la cirugía de La Plata intentó modificar la narrativa usual de los “cambios de sexo”, asociada, por ejemplo, a “mujeres atrapadas en cuerpo de varón” o viceversa. En su lugar, procuraron respetar a ultranza la identidad de género de la persona intervenida por sobre cualquier “determinación” corporal, modificando el relato decisivamente: se trataba, entonces, de una mujer cuya única “discordancia” eran sus genitales. El cambio discursivo creó, lamentablemente, un predecible “ruido” informativo cuya consecuencia, en ese primer día de atropello informativo, fue la confusión entre transexualidad e intersexualidad. A pesar de haber conversado telefónicamente y por e-mail con la producción del programa, especificando que participaría como investigador universitario sobre el tema (realizo un doctorado en filosofía en la Universidad Nacional de Córdoba que tiene por uno de sus ejes centrales los protocolos de normalización corporal intersex) y como activista político, una vez en el estudio fui más bien interrogado insistentemente como caso: me preguntaron por la forma de misgenitales, las marcas de cirugías en mi cuerpo, el sexo de mis compañeros sexuales. Y mientras hablaba, un epígrafe fantástico contextualizaba mi discurso para la teleaudiencia: “Es hermafrodita y quiere ser varón”. Ese epígrafe –y el programa entero– reprodujeron lo esencial del lugar social asignado a las personas intersex: la cosificación. Hablados por el saber de otros, objetos de indagación ingenua y morbosa, escuchados sólo en tanto nuestras palabras reproducen los géneros inteligibles por la mayoría y el status inabandonable del caso. Dos días después recibí un nuevo mail de la producción de Informe Central: aunque lamentaban mi disgusto porlo ocurrido en el programa, aclaraban que mientras yo hablaba habían tenido su pico de rating, y que, después de todo, eso es lo único que vale. El asco ha sido tan grande y tan perdurable que la verdad es que no he vuelto a prender la televisión.
Entre las políticas de identidad, la intersexualidad no puede pensarse como una identidad más.
–La intersexualidad, como posición identitaria, se sostiene en una diferencia que es ética antes que corporal. Quienes nos llamamos intersex lo hacemos considerando este nombre como una marca de extranjería: en el género (que es una de las formas de la ley), somos tratados como extranjeros que son admitidos en la ciudad, pero a través de medios en sí mismos abyectos, mutilantes. La dificultad mayor no radica en la postulación de la intersexualidad como una identidad diferente, no binaria, ni en la crítica al standard heterosexista que rige los cuerpos, sino en la superación (personal social) de la cosificación implicada en una cultura que nos reconoce como (apenas) humanos y humanas recién a partir de un determinado estereotipo corporal.
Los cuerpos no alineados son leídos en clave de síndromes.
–La hiperplasia suprarrenal congénita, por ejemplo. Es una patología asociada con el mal funcionamiento de la glándula suprarrenal que produce virilización en los genitales femeninos: el clítoris es muy grande y puede ser confundido con un pene. Entonces lo que se practica es una clitoridectomía. Cuando hay ausencia de vagina, como en el síndrome de Rokitansky, se realiza una vaginoplastia. Estas cirugías se hacen en la primera infancia y hasta la adolescencia. Hay un discurso muy insidioso que considera que si alguien tiene una hija con hiperplasia suprarrenal congénita, hasta que no la operen y no parezca una mujer no se va a poder decir que es una mujer. Ésa es una ficción reguladora y puesta por la medicina, que además se sostiene en otra ficción, la de que las cirugías no dejan marcas. La cirugía no sólo destruye el contacto con el propio cuerpo y la autonomía de decisión; también se sufren traumas posquirúrgicos y consecuencias en el nivel del placer sexual. En este momento los médicos siguen reivindicando la necesidad de practicarlas porque consideran que es un problema de técnica, y que a medida que ésta mejore van a ser menos cruentas y sus consecuencias, no tan malas. Pero no se discute el status ético y político de las intervenciones, y tampoco se cuestiona la preferencia de la estabilidad en el género por sobre el placer genital. Se considera que es mucho más sano ser claramente un hombre o una mujer que gozar sexualmente.
O sea que el mito del orgasmo sólo ha influido en los reclamos de hombres y mujeres “verdaderos”.
–Pero el deseo no está ausente de estas atribuciones y de las intervenciones posteriores. ¿Por qué? Porque se considera que un varón que tiene un micropene no va a poder funcionar como un varón que penetra mujeres, y por lo tanto no va a ser aceptado sexualmente por ninguna mujer, y posiblemente por eso “termine” siendo homosexual. En el caso de las mujeres que tienen un clítoris demasiado grande, se considera que o bien deviene una ninfomaníaca (porque goza demasiado) o bien deviene una lesbiana (porque lo va a usar como si fuese un pene). Y si no tiene vaginano va a poder ser penetrada, y por lo tanto no va a ser aceptada por ningún hombre, de modo que posiblemente también “termine” siendo una lesbiana. O sea que el ruido homofóbico que tiene el tratamiento intersex es muy fuerte. Además, el tratamiento cercena la capacidad de relacionarse socialmente sin tener una corporalidad estándar, porque ahí hay un mensaje terrible que es que uno, primero, tiene que ceder parte de su cuerpo, parte de su goce, para ser incluso aceptado por su propia familia.
Intersex en movimiento Durante el siglo XIX, mientras el circo ordenaba las diversidades genéticas bajo nombres fantasiosos como hombre elefante o mujer barbuda y Europa hacía circular las fotografías de gabinete de travestis en paños mayores, desde la ciencia la palabra “intersexualidad” comenzó a usarse para referirse a la genitalidad ambigua pero también para aludir a la homosexualidad, en la medida en que se pensaba que ésta tenía anclajes biológicos (patológicos).
–Es muy importante tener esto en cuenta porque hay una conexión muy fuerte entre normalización intersex y homofobia. Desde mediados del siglo XIX, debido a avances tecnológicos pero también a una gran ansiedad social por el surgimiento de terceros, cuartos y quintos sexos, por la visibilidad de las mujeres que entraban al mercado laboral y parecían vivir como hombres y de los homosexuales masculinos, y por la aparición de los primeros discursos feministas, el paradigma identitario en el que se basa el tratamiento de personas intersex varía: hay un mandato social muy fuerte de reducir toda esa diversidad. Pero desde mediados del siglo XIX, la identidad pasa de ser atribuida en función de la narrativa o de la apariencia física a ser atribuida en función de lo que se consideraba “sexo gonadal”. ¿Qué implicaba esto? Que la única manera de saber si una persona con un cuadro de “ambigüedad genital” era un hombre o una mujer era hacer una biopsia de sus gónadas una vez que moría. Esto tenía una ventaja a nivel de control social: no era posible darle a una persona el status de hermafrodita mientras estuviera viva: se la consideraba un hombre o una mujer de acuerdo con la mejor aproximación posible, y se delegaba en la ciencia la decisión sobre el status final una vez que la persona moría.
Pero la ciencia no intervenía.
–Hasta fines del XIX, cuando se empiezan a hacer biopsias sobre pacientes vivos y se va llegando a la conclusión –dentro de la comunidad científica y su resonancia en ámbitos judiciales– de que no sirve de nada asignar a las personas un género en función de sus gónadas, porque muchas veces las gónadas no significan nada, y se decide asignar el género en función de la morfología de los genitales. En el comienzo del siglo XX hay un cambio: se pasa de la “verdad” del sexo gonadal a la expresión literal del género en la visibilidad social de los genitales. No hay nada que relacione una corporalidad femenina con el género femenino; sin embargo, para que una persona con una corporalidad femenina se desarrolle en el género femenino, sus genitales deben reflejar esa femineidad, porque si no, se introduce una incertidumbre. Por lo tanto, lo que se prescribe son cirugías de normalización de los genitales que permitan el anclaje de la identidad femenina o masculina en un cuerpo estabilizado. Básicamente el género se atribuye así: si un bebé al nacer tiene un pene de un tamaño que hace pensar que va a crecer y va a tener capacidad eréctil y servir para la penetración, entonces se lo puede categorizar dentro del género masculino. Los bebés que fallan en esa ubicación son atribuidos al género femenino, y el micropene es adaptado para formar un clítoris. Entonces se extirpan los testículos y se practican cirugías de ordenamiento genital. Y eso sigue sucediendo hoy. Para el activismo intersex, estas operaciones son consideradas mutiladoras.
¿Y en el caso de las cirugías pedidas por hombres y mujeres trans?
–Nosotros consideramos que el Estado debería garantizar las cirugías para todas aquellas personas que expresen su deseo de operarse siguiendo las vías jurídicas que el Estado indique, pero que el reconocimiento de la identidad y del género no debería estar sujeto a la violación de derechos humanos y civiles. Porque, en la medida en que se le exige a la persona que renuncie a su capacidad reproductiva, o en la medida en que se le exige que exhiba un cuerpo determinado, consagrado por el Estado como un cuerpo femenino o masculino, las cirugías –discursivamente– se vuelven prescriptivas. En la Argentina, si alguien no se opera los genitales, no puede cambiar su documentación, su DNI, y eso en realidad desconoce la posición de las mujeres trans, pero sobre todo la de los hombres trans. Un hombre trans, identificado al nacer como del sexo femenino, puede estar en transición, y después de seis meses o un año de hormonas se va a ver públicamente como un hombre. Pero si ese hombre no se hace una faloplastia, el Estado no lo reconoce como tal. Por otra parte, si vos tenés una mujer trans, alguien que fue atribuida al sexo masculino y se identifica en el género femenino, esa mujer no se puede casar con un hombre porque sería matrimonio con alguien del mismo sexo, y no se puede casar con una mujer porque sería con alguien del mismo género. Entonces ¿qué se decide? Se inhibe a esa persona de casarse.
O sea: serás lo que quieras ser pero soltero.
–¿Eso es progresismo?
Para raros, pero no tanto La política de los cuerpos intersex no ocupa, según Mauro Cabral, un lugar en las agendas feministas y queer. Pero aunque las personas intersex sean escasas, ¿el hecho de que las intervenciones durante la infancia ordenen como mujeres a “fallados” de los dos posibles sexos no es suficiente desafío para el movimiento feminista?
Recién en las jornadas Cuerpos ineludibles organizadas en el Centro Cultural Ricardo Rojas por el Grupo Ají de Pollo, Cabral pudo poner en escena un cuerpo a no eludir con esa voz grave cuyo temblor y acento cordobés siempre transmiten una perturbadora conmoción, pero que se aclara y se afirma cuando comparece ante los congresos de psiquiatras y derriba con una argumentación tranquila y precisa los supuestos teóricos del saber.
–¿Dónde está la intersexualidad en los derechos sexuales y reproductivos del feminismo? ¿Dónde está en los discursos de diferencia sexual? No sé hasta qué punto es una ficción regulativa pensar que en realidad siempre hay dos cuerpos opuestos. Pero, ojo que la mayor parte de las personas intersex se identifican a sí mismas como hombres o como mujeres, y el movimiento no aboga por la creación de terceras categorías sino por el derecho de las personas a vivir en su género sin tener que pagarlo con su cuerpo. En el movimiento queer se utiliza la intersexualidad para argumentar sobre otras cosas: “Hablamos de un mundo con géneros múltiples, y uno de ellos vendría a ser el género de las personas intersex”. Eso es tirar la pelota afuera, porque acá no se trata de si las personas intersex se identifican con el género cuando son grandes, dentro de un esquema de multiplicidad de géneros, sino de qué precio hay que pagar simplemente para ser un hombre o una mujer.
El movimiento feminista es muy sensible a las mutilaciones sexuales por razones religiosas.
–Critica las clitoridectomías o las mutilaciones genitales que ocurren en Africa, no las que se dan en el hospital o la ciudad donde uno vive. El derecho al propio cuerpo es el derecho a abortar o el derecho a una ligadura de trompas, pero la cultura donde esas intervenciones tienen lugar considera que el cuerpo de la mujer es uno y no puede ser otro. Y ese sesgo de género debería ser tematizable para el feminismo. Pensar hasta qué punto las intervenciones normalizadoras se basan en un discurso normalizador del cuerpo de todas las mujeres; porque impactarán directamente en las mujeres con corporalidades intersex, pero la verdad es que argumentativamente forman parte del mismo campo de conceptos y de prácticas. Las mujeres no pierden su cuerpo solamente al ser violadas o no poder acceder al aborto o a la ligadura: hay muchas mujeres que lo pierden antes. Si el feminismo se ocupa sólo de aquellas mujeres que están correctamente inscriptas dentro de la diferencia sexual, entonces habría que preguntarse hasta qué punto la diferencia sexual se sostiene en esas prácticas de intervención. Hasta qué punto la diferencia sexual es una tecnología, una ficción y una regulación. La corporalidad no se discute dentro del movimiento queer o, para ser más específicos, en los movimientos de gays y de lesbianas, porque se basan en una concepción naturalizada de la corporalidad. Hay hombres con micropenes que fueron atribuidos al género femenino y sufrieron mutilaciones corporales para tener genitales de apariencia femenina, hombres a los que se les construyeron vaginas y se les mintió acerca de su identidad y su historia y que se enteraron a los treinta años de que tenían cromosomas xy, y que las cicatrices que tienen no son de hernias sino de operaciones para evitar que se convirtieran en homosexuales... Que todo esto esté afuera de las agendas de lucha contra la homofobia y no sea tomado por el movimiento queer me parece un suicidio político.